Joaquín Brotons |
26-01-2004 19:05
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Aristóteles nos dice que lo que los ojos del murciélago son a la luz del día, es lo falso a lo verdaderamente real, que es aquello a que se refieren nuestras facultades perceptivas. Nuestra capacidad perceptiva no aprehende lo real como los ojos del murciélago no aprehenden la luz del día. Es similar al mito de la caverna platónico. Por ello, Gómez Pin prefiere la metáfora de caverna global a la de aldea global. Ambas son metáforas: el problema es saber cuál es más pertinente, cuál es la que se adecúa más a lo que intenta metaforizar. Recuerda que la aldea es un viejo motivo poético (elogio de aldea y menosprecio de corte, campanitas de la aldea, allá mi aldea, etc.). La aldea nos hace pensar en campesinos que trabajan la tierra, por la noche descansan, se sientan ante el fuego con un vaso de vino y conversan... Bien, para hablar de nuestro mundo, la aldea me parece una metáfora poco...lograda. Le comento que los situacionistas sí admitírían la idea de aldea global, aunque justamente para arremeter contra la aldeanización del mundo. Sí, bien, responde. Pero una aldea ya es una polis, un territorio marcado por una ley y por una presencia humana, es decir, por el lenguaje. Aldea o ciudad, en principio, remiten ambas a un tipo de ordenación. Yo soy más ciudadano que aldeano, sin ninguna duda, pero ese es un problema secundario. A mí lo que me parece es que la metáfora de aldea global es, desde luego, casi un escándalo: primero porque no hay campesinos, que viven en auténticos arrabales con unas condiciones de indigencia material que hacen muy difícil que haya la menor armonía espiritual.
Globalización de la miseria
Lo único cierto es que esta miseria, una miseria como la que no se había conocido nunca, ¡nunca!, se ha globalizado, eso sí. En estas barriadas inmundas lo que se está construyendo son auténticas parodias de la civilización occidental. Y lo único que se añade es que están globalizados, es decir, que poseen los fetiches de la globalización, o sea, parabólicas, fútbol por televisión, coca-cola, y otros significantes de esta parodia de progreso. En este sentido, globalizados sí que estamos. Por eso la parábola de la aldea me parece como mínimo abusiva, cuando no engañosa, en fin, la encuentro edulcorante de lo que intenta designar.
Los ojos del murciélago. Vidas en la caverna global (Seix Barral) es un libro carente de celofán erudito. Sin embargo, ni siquiera en este caso Gómez Pin renuncia a seguir pensando, y no ha dudado en utilizar la dicotomía conceptual entre la bidimensionalidad (como puede ser la de las pantallas) y la tridimensionalidad (una mesa, el cuerpo humano, etc.) para denunciar el predominio arrogante de la primera en nuestras sociedades. Ahí sí que me inspiro en Platón. La imagen de la caverna tiene una particular acuidad hoy en día. Todas nuestras convicciones éticas están determinadas por algo muy análogo a las opiniones que nos llegan desde una pantalla. Igual sucede con nuestras convicciones estéticas, con nuestras ilusiones narcisísticas. Además, para Gómez Pin lo bidimensional acaba imponiendo una ideología jerarquizante, como la que encontramos en una cárcel, en un hospital, en un colegio interno, en cualquiera de esos lugares que Foucault describía.
El profesor Gómez Pin sigue razonando apasionadamente: La bidimensionalidad olvida lo concreto, el cuerpo, lo real, lo tridimensional. Hay gente que cree que la yuxtaposición de cosas abstractas puede dar una cosa concreta: es un viejo problema de la filosofía medieval, de Galileo, en el que hay sensibilia communia y sensibilia propia. Para los partidarios de los primeros la percepción principal es la de lo concreto: primero es el vino y después sus propiedades, y no al revés, como sucede hoy en día.
En este punto el filósofo aborda el meollo de todo el asunto: Además de una ideología jerarquizante, la preponderancia de lo bidimensional o virtual supone una mera especulación, en la que no hay confrontación, no hay respuesta, no hay diálogo, no hay krisis, es decir, juicio. En la caverna las opiniones sólo remiten a otras opiniones, no hay confrontación con lo real, que nos despierta de la ensoñación y de las satisfacciones imaginarias y fantasmáticas. Para mí lo real es tridimensional, es denso y está afectado por el tiempo. Y el tiempo sólo afecta a lo tridimensional, no afecta a las superficies, como podrían ser, por ejemplo, las de una pantalla de televisión.
Muerte de la imaginación
Sin embargo, Gómez Pin distingue muy bien la primacía de la imagen de la necesidad de la imaginación. Según él, parece que las imágenes de la caverna global agotan o taponan a la auténtica fantasía, impidiendo su función liberadora. No reniego de la imaginación, en absoluto. Por ejemplo hago una gran defensa del viejo cine. ¡Es que lo cavernario no consiste en jugar con la bidimensionalidad!, lo cavernario es pensar que eso es un equivalente de lo real. El gran cine nunca ha pensado que lo bidimensional es una transcripción de lo real. Incluso el cine más aparentemente realista como el del Visconti de La terra trema juega con lo bidimensional creando sus propias leyes, sin pensar, como sucede en la televisión, que está reproduciendo lo real, la tragedia, el hambre en África o lo que sea. Una cosa es crear leyes propias de la bidimensionalidad, que es lo que hace el espíritu humano -en ese sentido naturalmente que defiendo lo imaginario-, y otra creer que lo bidimensional es lo tridimensional, o que lo virtual es lo real.
El entusiasmo intelectual de Gómez Pin es contagioso. Pero ahora baja la voz y desliza con algo de tristeza una observación. El momento más brutal del libro es para mí el caso de aquel embajador iraquí en Madrid que al serle preguntado si EEUU había bombardeado Irak respondió que sí porque lo había visto por la CNN. No es que haya venido un mensajero a caballo, un ¡seeer humaanooo!, no. Simplemente la potencia justiciera tiene el símbolo allí de la potencia justiciera. Cierran los mercados públicos de Bagdad, pero no se cierran las cámaras de CNN. Yo he comprobado que en Managua, donde estuve haciendo mítines filosóficos, hay 5 cadenas de televisión, gubernamentales y sandinistas, pero todas ellas muestran fidelidad a la CNN. Se supone que eso ocurre para poder sobrevivir, dirán algunos, pero Gómez Pin insiste en que no se trata sólo de vivir, sino de vivir bien, de llevar una vida cabalmente humana.
A favor de esta vida buena y contra el sometimiento de la mera supervivencia, la filosofía juega un papel beligerante. Gómez Pin no se cansa de citar el inicio de la Metafísica aristotélica: Todos los humanos por naturaleza aspiran a la lucidez. Se trata de extraer las consecuencias de esta definición, sigue diciendo, de denunciar en todo marco, en todo terreno, en todo ámbito, aquello que hace que se nos desprecie en nuestra condición, pensando que la única forma de tenernos serenos es tenernos distraídos, alienados. Nos inundan con falsos problemas, con falsas querellas, con falsas satisfacciones: lo aleatorio de un resultado deportivo, el destino de la patria en lugar del destino de la lucidez y de la condición humana, la gratificación narcisista. Donde todo eso impera se está poniendo en tela de juicio nuestra condición. Es una especie de nihilismo. Según su opinión, el problema de esta alienación es estructural, aunque no esté muy de moda la palabra estructura. El desorden es total, no se sabe qué hacer. Y el problema es que cuando se habla -o se hablaba- de nuevo orden mundial, eso nos remitía al grupo fascista francés del Orden nuevo, que es la matriz de Le Pen. Y hablar de orden en nuestro mundo es cuando menos abusivo....
Sin embargo, lejos de caer en el pesimismo conformista, Gómez Pin continúa fustigando con inusitada jovialidad a la imbecilidad reinante. Se levanta, coge un periódico de la mesa, lee con algo de sorna los titulares de la primera página y dice: La información tiene significación, pero es una significación que remite a un espejo, es una significación meramente especular. No hay ningún criterio real porque no hay confrontación. Esto recuerda la crítica situacionista a la sociedad del espectáculo, o la insignificancia de nuestro mundo que ha denunciado, entre otros, su amigo el científico francés René Thom. Y entonces saco a colación la figura de Sócrates, condenado por la ciudad de Atenas a beber la cicuta. Sócrates no fue reo de delito de opinión, sino de búsqueda de la verdad. ¡Y claro que fue un corruptor de la juventud, porque si arranca a la juventud de convicciones ancladas por miserables que sean, que son participadas por todo el mundo, claro que es un corruptor!. Si por democracia se entiende una opinión compartida por una inmensa mayoría, no hay cosa más democrática en estos momentos que la pena de muerte en EEUU, o que ser lepenista en Marsella.
Sociedad digna
Con Sócrates regresamos a la exigencia de la filosofía, y a su complicada relación con la ciudad: Nuestra sociedad vive en el repudio de la lucidez, de la razón común, de la riqueza esencial del lenguaje, que no está sometido a jerarquías ni a elementos contingentes que unos tienen y otros no. La filosofía es la matriz que exige traducirse en actividades como la ciencia, que apunta a la inteligibilidad, o como la poesía, o como el arte en general: actividades en las que el lenguaje común tiene como objetivo a sí mismo, en las que el espíritu humano despliega sus potencialidades.
Una de las nociones positivas en el discurso de Gómez Pin es la de dignidad. La definición kantiana habla de la dignidad como de aquello que no puede ser objeto de intercambio. Y esto afecta al lenguaje. En este punto nuestro filósofo realiza unas consideraciones muy oportunas: El lenguaje no puede ser tampoco objeto de intercambio, en todo caso lo será en un segundo nivel. El lenguaje no puede ser instrumentalizado. Su función esencial es otra, como dice Chomsky. Puede servir para comunicar, y en este sentido no puede ser equívoco. Pero esto los animales también lo hacen, e incluso mejor que los humanos, porque el lenguaje humano no tiene por función esencial la comunicación, sino la recreación de sí mismo, la vivificación de lo humano por medio del arte, de la ciencia y de la filosofía. Y así se entiende que todos los portadores de lenguaje tengan la misma dignidad: es lo mismo matar a un negrito indocumentado sin información ninguna y que habla una lengua del África perdida que no hablan nada más que cuatro gatos, que matar a Einstein. Porque resulta que si el lenguaje es un sistema de comunicación como otro cualquiera, como el de las abejas, el de los delfines, etc., y se trata simplemente de sobrevivir, al mejor dotado será un crimen matarlo y al peor no.
La noción de dignidad humana vinculada al lenguaje le sirve a nuestro filósofo para indignarse como en ningún otro momento de la conversación ante la reivindicación de los derechos de los animales. No hay cosa más verdaderamente brutal, estupidez más trágica en la historia de la humanidad que la identificación entre los animales y los hombres. Yo estoy profundamente convencido de que no ha habido nunca una cosa más canallesca. Habrá hechos más canallescos, pero no cabe ideología más canallesca. No olvidemos que los nazis fueron el primer gran partido ecologista en este sentido. No olvidemos su naturismo, su biologicismo, sus montañas. Brigitte Bardot, la defensora de los animales, apoya a Le Pen. No hay cosa éticamente más re-pug-nan-te que la identificación de la condición humana a la condición animal. Lo digo claro y si lo publicas mejor: ¡no he visto nada, nunca, una ideología más canallesca!. Porque el hecho de homologar la muerte del bebé foca a la del bebé niño se puede traducir no en que dejes de matar al bebé foca sino en que va a dejar de ser grave matar al bebé niño. Y si por una parte se equipara la condición animal a la humana, por otra, simétricamente, hay quien sostiene que las máquinas pueden humanizarse. Pero como digo en el libro no somos ni meros animales ni máquinas: somos racionales. En ambos casos se trata de una denegación en el sentido lacaniano, es decir, de un rechazo de lo insoportable de lo real, de un repudio de nuestra condición para no asumirla. Se trata en ambos casos casi de una cobardía. Yo me creeré lo de la inteligencia artificial el día en que vea que una máquina habla y otra le responde. Que las máquinas pueden hacer cómputos ya lo sabía Pascal, pero eso no significa que puedan ser inteligentes en un sentido humano.
Ante estos pseudopensamientos, Gómez Pin vuelve a enarbolar la bandera de la filosofía. Si la poesía es un arma, como decía el poeta, la filosofía es una guerra, una guerra contra la estupidez. Lo de la guerra lo sostenía Hegel, y lo de la estupidez lo hemos dicho casi al unísono yo y un matemático y filósofo francés ya fallecido, amigo mío, Gilles Châtelet, muy amigo también de Deleuze. Yo tomo la filosofía en este libro como un arma a favor del lenguaje. Y no hay nada más político. Es un problema de educación. La educación, la paideia, tiene objetivos de inteligibilidad, tiene como objetivo esencial llevar a los hombres a asumir su condición, y a hacer efectivas sus potencialidades. Mientras el cuerpo aguante, como dicen los toreros, se trata de que sea ocasión de restauración del lenguaje. Y la educación hoy no consiste en eso. Hoy te dan un coche pero no te explican ni cómo funciona ni a dónde vas. Te ponen en las autopistas de la información y ¡venga!... Si se te para el motor, no sabes cómo arreglarlo. Es lo que pasa en Internet, todos postrados como papanatas delante de pantallas que no se sabe ni por qué funcionan ni a dónde van. ¡Y le llaman a esto democratización de la ciencia! Es una navegación en aguas como mínimo estancadas, y a veces fecales. Y la parábola de la navegación es verdaderamente un cachondeo, pero un cachondeo trágico. Porque un marino era un paradigma de un hombre confrontado a sí mismo y a los elementos. Hoy es todo como una parodia, como los locos que dicen que puede haber sexo por Internet. ¡Dicen que cada uno se distrae como puede!. El problema es un orden social que configura posibilidades de este tipo. Y no estoy diciendo que se censuren los prostíbulos internáuticos, sino que me parece una mamarrachada el orden social que permite esto. Y en un momento dado la filosofía, la visión de esta estupidez, del aburrimiento, de la ciénaga, nos puede hacer reaccionar.
Aquí acaba nuestro diálogo. Ya en la calle y mientras caminamos bajo un tibio sol de primavera le pregunto a Víctor Gómez Pin de qué podría servir que los ciudadanos discutiéramos sobre la polaridad onda-partícula, tal como él propone en el libro como paradigma de una verdadera democratización del saber. En ese momento se para, y sin dilación expresa lo siguiente: No serviría para nada. Las preguntas que se hacen los niños, como por qué me persigue mi sombra, ¿de qué sirven?. La filosofía, la ciencia, el arte no sirven para nada. Sólo sirven para enriquecer nuestro lenguaje. ¿Para crear más y más humanidad, para hacernos más y más humanos?
Lateral 2000
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