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Cartes a la direcció
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Cristina Pérez Capdet
- Sitges
- 07-07-2015 20:13
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En 2010, a raíz de la muerte por atropellamiento de mi gata, publiqué un artículo que levantó una marea de odio por parte de muchos lectores; pero no odio hacia el mamarracho que la atropelló y se dio a la fuga, sino hacia mí misma. Dichos personajes, anónimos en su mayoría, se regodearon con mi dolor a través de un surtido de burlas zafias e indignadas lecciones sobre la inferioridad de los animales, especialmente la de los gatos.
Por mucho que parezca mentira, no me sorprendió. Mi perrita había muerto algunos años antes, al mismo tiempo que Rayita, la gata de una amiga mía. Y a mí, militante defensora de los animales, no me cabía en la cabeza que mi amiga estuviera sufriendo por su animal lo mismo que yo sufría por la pérdida del mío. ¿Cómo podía compararse un gato con un perro? Vamos, que cambiando sujetos, me estaba haciendo la misma pregunta que a mí tanto me indignaba, aquella que, sin cortarse, me disparaba la gente que no podía entender cómo podía llorar la muerte de un perro tanto como la de una persona querida. Mi ignorancia, en aquellos tiempos, era muy parecida a los que me insultarían años después por llorar a un gato, dejando a un lado la carencia de educación y respeto de estos últimos.
Y ahora ha muerto Bruno, mi querido gato Bruno. Lo recogí de entre las basuras hace casi 16 años, siendo un bebé moribundo que gritaba para llamar la atención de docenas de viandantes con problemas auditivos. Yo también pasé de largo, pero por suerte para él y para mí, volví, y allí empezó una de las lecciones más importantes de mi vida. Aprendí a amar a un gato y a todos los gatos, estas inteligentes criaturas de estereotipo injusto, tan capaces de ofrecer lealtad y diversión como cualquier canino.
Bruno fue un macho feroz, incapaz de permanecer encerrado. Vivió la mejor de las vidas, disfrutando al mismo tiempo de plena libertad y de una casa donde volvía siempre. Era un clásico en la clínica veterinaria, gracias a las heridas de guerra con las que solía volver a casa, a pesar de haber sido esterilizado. Sobrevivió peleas, enfermedades hepáticas y renales entre otras, y el atropello de un coche debajo del cual pasó, saliendo ileso. Se pasaba horas mirando con indiferencia al mundo desde el tejado del garaje, ante el deleite de los vecinos que lo conocían por su nombre y por el inconfundible collar rojo sobre su permanente traje blanco y negro. Cuando lo bañaba, destripaba las cortinas de la ducha con toda su furia. Pero a mí nunca me arañó. Y cuando se estaba acercando la hora de marcharse, volvió a ser el gatito frágil que recogí de entre las basuras y a buscar la protección y el afecto que merecen todos los ancianos.
Lo echo de menos, como a todos los que quise y ya no están en esta dimensión, sean de la especie que sean. En cierto modo, como todos ellos siempre estarás conmigo, amado Bruno.
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